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Glifosato: la irresponsabilidad institucional y el fraude científico amplifican el riesgo para la salud pública

El glifosato, quizá el herbicida más popular del planeta, vuelve a estar en el centro de la polémica. A pesar de sus reiterados vínculos con el cáncer, de la existencia de sentencias judiciales multimillonarias contra Bayer por los daños provocados por el Roundup en EE.UU, y de las múltiples advertencias acerca de su impacto sobre la biodiversidad, las instituciones europeas parecen decidir que “nadaremos” en glifosato a partir de 2025.

La Unión Europea ha propuesto aumentar el límite legal de glifosato permitido en aguas superficiales desde los 0,1 microgramos actuales hasta los 398,6 microgramos por litro, una cifra 4.000 veces superior al estándar vigente en España.

La medida, de aprobarse a finales de este año, cambiaría de forma radical el marco legal y facilitaría la contaminación extendida de nuestros ríos y acuíferos por este herbicida, calificado como “probable carcinógeno” por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y “disruptor endocrino” por multitud de estudios científicos.

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Un límite 4.000 veces superior: ¿innovación o irresponsabilidad?

La revisión de la Directiva de Sustancias Peligrosas auspiciada por el Trílogo europeo (Comisión, Consejo y Parlamento) se presenta como una “modernización” de la legislación, pero en realidad parece responder más a los intereses de la agroindustria que a los de la salud pública y la protección medioambiental.

Los promotores justifican el aumento alegando “falta de evidencia contundente” sobre el daño del glifosato a niveles considerados como seguros. Sin embargo, la evidencia científica apunta en la dirección contraria.

El Instituto Ramazzini, una referencia internacional en toxicología ambiental, ha documentado que el glifosato causa cáncer en dosis mucho menores de las consideradas seguras por las autoridades europeas.

Su último informe exige a la UE revocar el permiso de uso del glifosato hasta 2033, alertando sobre el impacto en la salud de la población y el coste para el sistema de depuración de aguas.

El efecto disruptor endocrino del glifosato afecta especialmente a la fauna de los ecosistemas acuáticos. Los anfibios son los más estudiados, pero abejas, aves y mamíferos también sufren sus consecuencias, poniendo en peligro no sólo la biodiversidad sino el equilibrio mismo de los ciclos naturales.

No obstante, los defensores del aumento de límites parecen ignorar esta evidencia, favoreciendo la expansión del glifosato en todo el territorio europeo.

Por fortuna, España no está obligada a adoptar los límites propuestos desde Bruselas. El Ministerio de Transición Ecológica tiene capacidad para mantener el límite actual de 0,1 microgramos por litro y así evitar el desastre ecológico y sanitario que supone multiplicar la tolerancia al glifosato.

De hecho, ningún argumento técnico ni social avala este salto regulatorio: un tercio de las aguas españolas ya están contaminadas por glifosato, y cerca del 22% de las muestras superan el valor límite de referencia, poniendo en riesgo la salud de consumidores y el abastecimiento seguro de agua potable.

Organizaciones como Ecologistas en Acción y plataformas como Futuro Sin Tóxicos demandan al Ministerio que resista la presión de la UE y de la agroindustria, y que mantenga la legislación protectora.

La pregunta que sobrevuela el debate es cómo se pretende reducir la contaminación de glifosato desde valores cercanos a 400 microgramos por litro en aguas no destinadas a la extracción de agua potable hasta los 0,1 requeridos en zonas de captación, cuando estas zonas apenas distan unos metros en la mayoría de ocasiones. Es, sencillamente, imposible desde un punto de vista práctico y técnico.

Fraude científico y «ghost-writing»

El proceso de autorización y renovación del glifosato está cargado de sospechas de fraude y conflicto de intereses. El modelo de trabajo de la UE, que confía ciegamente en los ensayos realizados por la industria bajo el paraguas de las llamadas “buenas prácticas de laboratorio”, ha sido ampliamente criticado por su falta de rigor y transparencia.

De hecho, la mayor parte de la investigación pública y universitaria, mucho más independiente, revela hallazgos alarmantes sobre los daños del glifosato y queda sistemáticamente relegada por estudios pagados por las propias empresas que fabrican el producto.

El ghost-writing científico, una práctica corrupta que implica que las empresas contratan a terceros para firmar artículos favorables elaborados por los departamentos de marketing de la industria, ha sido clave en la estrategia de Monsanto/Bayer para ocultar los riesgos de su producto.

Los “Monsanto Papers”, más de 250 páginas de correspondencia interna desclasificada por la justicia federal de EE.UU., revelan que la multinacional conocía ya en 1999 el potencial mutagénico del glifosato pero se dedicó a pagar a expertos para negar la evidencia y a modificar informes regulatorios para que quedaran favorables a sus intereses.

En España y Europa, la historia no es muy distinta. La objetividad que debería garantizar la evaluación científica se diluye entre informes sesgados, revisiones y presiones políticas, y toda una industria de “ghost-writers” que consiguen textos a medida para influir en la opinión pública y las decisiones de los reguladores.

Decenas de cambios efectuados en los borradores de informes han convertido conclusiones negativas sobre el glifosato en conclusiones neutras o directamente favorables. Así se manipula la “verdad científica”.

Las instituciones europeas parecen más preocupadas por satisfacer las exigencias de la agroindustria y evitar conflictos con los intereses económicos que por proteger la salud de sus ciudadanos.

En la defensa pública de la medida se alude a “la presión de los mercados” y la “necesidad de garantizar la seguridad alimentaria” como justificación para aumentar la tolerancia al glifosato.

Pero ¿qué seguridad alimentaria puede haber si el agua, la tierra y los alimentos están contaminados por un tóxico reconocido internacionalmente como cancerígeno y disruptor endocrino?​

El riesgo para la salud pública es mayúsculo. Bayer-Monsanto aceptó indemnizar con 11.000 millones de dólares a miles de víctimas, solo en Estados Unidos, por los casos de cáncer causados por Roundup.

En Europa, se ignoran los precedentes judiciales y las advertencias de los organismos sanitarios, ampliando el uso del glifosato durante diez años más y permitiendo niveles que ponen en peligro a toda la población y a la biodiversidad.

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Los informes de Ecologistas en Acción y otros colectivos detallan cómo el glifosato ha dejado de utilizarse en las zonas verdes de grandes ciudades españolas como Madrid, Barcelona o Zaragoza, pero sigue contaminando las cuencas hidrográficas de gran parte del país.

Según el informe publicado en 2020, el 31% de las analíticas en ríos y acuíferos españoles detectaron glifosato, con un 22% superando el límite referencia. Y esto con la normativa actual: si se aprueba el nuevo límite, las cifras serán aún más escandalosas.

¿Quién controla la ciencia, quién protege la salud pública?

La situación actual con el glifosato plantea una cuestión fundamental: ¿Quién controla verdaderamente la ciencia regulatoria y quién protege a la ciudadanía de los daños de los tóxicos? El conflicto de intereses, el fraude documental, el ghost-writing y la complacencia institucional forman un cóctel explosivo que debilita la credibilidad de la evaluación de riesgos y expone a millones de personas a contaminantes peligrosos.

La Comisión Europea y los gobiernos nacionales tienen la obligación legal y ética de proteger la salud pública y el medio ambiente, por encima de cualquier presión económica o lobby empresarial.

No cabe el argumento del “interés común” cuando la evidencia científica apunta a graves daños asociados al glifosato, y la opinión social demanda regulaciones estrictas, transparencia y el principio de precaución.

En este contexto, la voz de la sociedad civil, los movimientos ecologistas, los colectivos científicos independientes y los periodistas son más necesarias que nunca. Solo una vigilancia crítica permanente y la denuncia pública de las maniobras fraudulentas pueden contrarrestar la deriva irresponsable de las instituciones y la industria.

El aumento de los límites legales del glifosato es un ejemplo flagrante de irresponsabilidad institucional y científica, resultado de una política entregada a los intereses económicos y de una ciencia corrompida por el fraude y la manipulación.

La historia del glifosato es la historia de cómo se invisibilizan los riesgos, se subvierte la objetividad científica y se sacrifica la salud pública en el altar de la agroindustria.

España aún está a tiempo de resistirse a esta normativa y de mantener los estándares de protección. Es deber de todas las personas exigir transparencia, rigor y precaución, denunciar el soborno de la ciencia y recordar a los responsables públicos que la salud y la naturaleza no pueden ponerse en juego por intereses ajenos a la sociedad.

La lucha contra el glifosato es la lucha por un modelo de gestión de riesgos transparente, democrático y respetuoso con las personas y el planeta. Difundir la verdad, denunciar el fraude y resistir a la presión institucional son los caminos para evitar que “nademos en glifosato” en la Europa de 2025.

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