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Las secuelas de las vacunas COVID: ¿Están camuflándose como «COVID persistente»?

Han pasado más de cinco años desde que el mundo se sumió en la vorágine de la pandemia de COVID-19. En 2020, el SARS-CoV-2 irrumpió en nuestras vidas con una fuerza devastadora, dejando un rastro de incertidumbre, miedo y muerte. Los gobiernos, las agencias sanitarias y los grandes medios de comunicación nos bombardearon diariamente con cifras de contagios y fallecidos, mientras el pánico se apoderaba de la población.

En medio de ese caos, las vacunas contra el COVID-19 fueron presentadas como la gran solución, el arma definitiva para frenar la pandemia y devolvernos a la normalidad.

Sin embargo, lo que no nos contaron -y lo que aún hoy se sigue ocultando- es que estas vacunas, desarrolladas a una velocidad sin precedentes y con ensayos clínicos cuestionables (abajo las razones), han dejado tras de sí un reguero de muertes y secuelas que las autoridades y la industria farmacéutica se están esforzado en camuflar bajo el término «COVID persistente».

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Este artículo busca arrojar luz sobre un tema que, lejos de ser una teoría conspirativa, se sustenta en datos, testimonios y un análisis crítico de los intereses que han moldeado esta narrativa.

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El nacimiento de un término conveniente: «COVID persistente»

Cuando el virus comenzó a propagarse, los científicos y médicos se enfrentaron a un fenómeno desconocido: Muchas personas que superaban la infección aguda seguían presentando síntomas meses después: Fatiga extrema, niebla mental, dificultades respiratorias, dolores musculares, taquicardia y una larga lista de afecciones que no podían explicarse fácilmente.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) acuñó el término «COVID persistente» para describir esta condición, definiéndola como un conjunto de síntomas que persisten al menos tres meses después de la infección inicial y que no pueden atribuirse a otra causa.

Según estudios, como los recopilados por la Dra. Sandra López León y la Dra. Sonia Villapol, hasta un 80% de los pacientes podrían experimentar estas secuelas, un dato que refleja la magnitud del problema.

Sin embargo, algo curioso ocurrió cuando las vacunas comenzaron a administrarse masivamente a partir de finales de 2020. Personas que nunca habían contraído el virus, o que lo habían hecho de forma leve, empezaron a reportar síntomas idénticos a los descritos como «COVID persistente» tras recibir las inyecciones de Pfizer, Moderna, AstraZeneca o Janssen.

Fatiga, mareos, niebla cerebral, dolores musculares, taquicardia, neuropatías, e incluso problemas más graves como miocarditis y trombosis, comenzaron a aparecer en personas que, en teoría, deberían haber estado protegidas por las vacunas.

Organizaciones como la Asociación de Afectados por Vacunas COVID han documentado casos de individuos cuya salud se deterioró drásticamente tras la vacunación, con síntomas que coinciden punto por punto con el «COVID persistente».

Entonces, ¿por qué las autoridades sanitarias y los medios de comunicación han insistido en atribuir estos síntomas exclusivamente a la infección por SARS-CoV-2, ignorando la posibilidad de que las vacunas sean las responsables en muchos casos?

La respuesta, como suele ocurrir, está en los intereses económicos y políticos que rodean a la industria farmacéutica y en la falta de transparencia de las agencias reguladoras.

La opacidad de los datos y el silencio de las agencias reguladoras

Desde el inicio de la campaña de vacunación, las agencias de medicamentos, como la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), han sido extremadamente reticentes a publicar datos completos sobre las reacciones adversas de las vacunas COVID-19.

En febrero de 2022, publiqué un artículo en mi blog advirtiendo que la AEMPS había decidido dejar de informar sobre daños específicos, como miocarditis y pericarditis, asociados a las vacunas de ARN mensajero (Pfizer y Moderna).

La agencia justificó esta decisión alegando que se trataba de «reacciones adversas ya conocidas y con incidencia establecida», pero esta explicación resulta, cuanto menos, sospechosa. Si los daños al corazón son un efecto secundario reconocido, ¿por qué dejar de publicar las cifras actualizadas? ¿No sería lógico seguir monitorizando y compartiendo esta información para que la ciudadanía pudiera tomar decisiones informadas?

La realidad es que las agencias reguladoras y los gobiernos han optado por una estrategia de ocultación deliberada. En el 11º Informe de Farmacovigilancia sobre Vacunas Covid-19, el último que incluyó datos sobre miocarditis y pericarditis, se registraron 321 notificaciones de estas afecciones en España.

Pero estos informes oficiales solo reflejan una pequeña fracción de la realidad. Como he denunciado en varias ocasiones, los sistemas de farmacovigilancia son pasivos, es decir, dependen de que los médicos o los pacientes notifiquen voluntariamente las reacciones adversas.

Estudios independientes han estimado que solo entre el 1% y el 3% de los eventos adversos graves se reportan, lo que significa que el número real de personas afectadas podría ser mucho mayor.

A esta opacidad se suma el papel de los medios de comunicación, que, salvo excepciones, han evitado abordar el tema de los efectos secundarios de las vacunas con la profundidad y el rigor que merece.

Durante la pandemia, los titulares se centraban en el número de contagios y fallecidos por COVID-19, mientras que las noticias sobre reacciones adversas eran relegadas a un segundo plano o directamente ignoradas.

Esta censura mediática no es casual: La industria farmacéutica, que invierte millones de euros en publicidad en los grandes medios y ha llegado a acuerdos para promocionar sus vacunas en grandes televisiones, tiene un poder inmenso para moldear la narrativa pública.

Un síndrome post-vacunación disfrazado

En febrero de 2025, un estudio publicado en The New York Times describió un «síndrome post-vacunación» que afecta a un pequeño número de personas tras recibir las vacunas COVID-19.

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Este hallazgo plantea una pregunta inquietante: si las vacunas están provocando una respuesta inmunitaria disfuncional similar a la que causa el «COVID persistente» tras la infección, ¿por qué no se está investigando esta conexión de manera más exhaustiva?

Desde la Asociación de Afectados por Vacunas COVID han denunciado que muchos de sus miembros, al buscar ayuda médica, han sido diagnosticados con «COVID persistente» a pesar de no haber tenido una infección confirmada por SARS-CoV-2.

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Laura Joanpera (en la foto), una de las afectadas, relató en este blog cómo su salud se deterioró tras la vacunación, presentando síntomas como fatiga extrema, taquicardia y neuropatía periférica.

Sin embargo, los médicos se limitaron a atribuir sus problemas a una supuesta infección previa, ignorando la posibilidad de que la vacuna fuera la responsable de sus males.

Este sesgo diagnóstico no es un accidente: refleja un esfuerzo deliberado por parte de las autoridades sanitarias y la comunidad médica para evitar reconocer los daños causados por las vacunas, ya que hacerlo pondría en entredicho la narrativa oficial de que estas inyecciones son «seguras y efectivas».

Además, existe un problema de género que agrava esta situación. La mayoría de las personas que reportan reacciones adversas graves a las vacunas son mujeres, y muchas de ellas han sido diagnosticadas con ansiedad o problemas de salud mental en lugar de recibir un diagnóstico adecuado.

Este fenómeno no es nuevo: históricamente, las mujeres que presentan síntomas difíciles de explicar han sido estigmatizadas y sus problemas minimizados, un sesgo que se ha exacerbado durante la pandemia.

El exceso de muertes y las vacunas: ¿una coincidencia?

Uno de los datos más inquietantes que ha emergido en los últimos años es el exceso de muertes registrado en todo el mundo tras el inicio de la campaña de vacunación.

En octubre de 2024, publiqué un artículo en mi blog analizando un estudio realizado por investigadores de la Vrije Universiteit de Ámsterdam, que encontró que entre 2020 y 2022 hubo más de tres millones de muertes en exceso en 47 países occidentales.

Lo más sorprendente es que este exceso de mortalidad no disminuyó tras la introducción de las vacunas; al contrario, se mantuvo alto incluso en 2021 y 2022, con 1,2 millones y 800.000 muertes adicionales, respectivamente.

Las autoridades han ofrecido explicaciones variadas para este fenómeno: El «efecto resaca» del COVID-19, las olas de calor, el frío, o la saturación de los sistemas sanitarios.

Sin embargo, estas justificaciones no resisten un análisis crítico. Si las vacunas eran tan efectivas como se nos dijo, ¿por qué no redujeron la mortalidad a niveles prepandémicos? Más aún, ¿por qué los investigadores encontraron que muchas de estas muertes estaban relacionadas con problemas cardiovasculares, trombosis y otras afecciones que coinciden con los efectos secundarios reportados de las vacunas?

Un caso particularmente desgarrador es el de Jimena Martínez (en la foto), quien perdió a su padre tras recibir la vacuna COVID de AstraZeneca.

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Según su testimonio, su padre falleció dos días después de la inyección, pero las autoridades se negaron a realizar una autopsia y atribuyeron su muerte a un supuesto riesgo de trombosis preexistente.

Este tipo de historias se han repetido una y otra vez, pero las agencias de medicamentos y los gobiernos han preferido mirar hacia otro lado, priorizando la narrativa de la «seguridad» de las vacunas sobre la verdad.

La AEMPS NUNCA ha investigado ni este caso ni otros iguales ocurridos en España.

El negocio de la ocultación

Para entender por qué se ha camuflado el impacto de las vacunas bajo el paraguas del «COVID persistente», es necesario analizar los intereses económicos y políticos en juego.

La industria farmacéutica ha obtenido beneficios astronómicos con las vacunas COVID-19: Pfizer, por ejemplo, reportó ingresos de más de 36.000 millones de dólares solo en 2021 gracias a su vacuna.

Estos beneficios no habrían sido posibles sin la complicidad de los gobiernos y las agencias reguladoras, que han permitido que las farmacéuticas operen con una falta de transparencia escandalosa.

Durante la pandemia, los contratos de estas vacunas entre los gobiernos y las farmacéuticas fueron negociados en secreto, y muchos de ellos siguen siendo confidenciales hasta el día de hoy. Hoy sabemos que altos cargos (Von der Leyen) de la Unión Europea habían negociado estos contratos a través de mensajes privados, sin dejar rastro público.

Esto ha permitido que las farmacéuticas evadan responsabilidades por los daños causados por sus productos, mientras los gobiernos, temerosos de admitir errores en su gestión de la pandemia, han optado por silenciar a las víctimas.

Además, la narrativa del «COVID persistente» ha servido como una herramienta perfecta para desviar la atención. Al atribuir todos los síntomas de larga duración al virus, las autoridades han evadido preguntas incómodas sobre la seguridad de las vacunas y han evitado el escrutinio público.

Este enfoque también ha beneficiado a la industria farmacéutica, que ha encontrado en el «COVID persistente» una nueva oportunidad de negocio: actualmente, se están desarrollando tratamientos y terapias específicas para esta condición, mientras que las víctimas de reacciones adversas a las vacunas siguen sin recibir el reconocimiento ni el apoyo que necesitan.

Otra verdad incómoda

Es innegable que el COVID-19 ha dejado secuelas graves en muchas personas, y el «COVID persistente» es una realidad para quienes han sufrido la infección.

Sin embargo, no podemos ignorar que las vacunas también han causado daños significativos, y que estos daños han sido sistemáticamente ocultados o mal diagnosticados como «COVID persistente». Esta ocultación no solo es una injusticia para las víctimas, sino también un peligro para la salud pública, ya que perpetúa la falta de transparencia y confianza en el sistema sanitario.

Necesitamos un debate honesto y abierto sobre los efectos de las vacunas COVID-19, basado en datos independientes y no en los resúmenes interesados que nos proporcionan las farmacéuticas.

Las agencias reguladoras deben publicar todos los datos brutos sobre reacciones adversas, y los gobiernos deben asumir su responsabilidad en la investigación y el tratamiento de las víctimas. Asimismo, los médicos deben ser formados para reconocer y tratar adecuadamente las reacciones adversas a las vacunas, en lugar de atribuirlas a problemas de salud mental o a una infección previa.

Como sociedad también tenemos un papel que desempeñar. Debemos informarnos a través de fuentes fiables y cuestionar las narrativas oficiales que nos presentan como verdades absolutas.

La censura a la que he sido sometido desde la pandemia, especialmente en las grandes plataformas online y redes sociales, es un reflejo del miedo que tienen las autoridades y las farmacéuticas a que estas verdades salgan a la luz.

En conclusión, las secuelas de las vacunas COVID-19 son una realidad que no puede seguir siendo ignorada. Tras el término «COVID persistente» se esconde una verdad incómoda: Muchas personas están sufriendo las consecuencias de una campaña de vacunación masiva que priorizó los intereses económicos sobre la seguridad de los ciudadanos.

Es hora de que las víctimas sean escuchadas, de que los datos sean transparentes y de que se haga justicia. Porque la salud no es un negocio, y la verdad no puede seguir siendo silenciada.


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Un comentario

  1. ¿A estas alturas aún no se ha enterado de lo que llevan las vacunas? Ud mismo lo dice: desde 2019 hay un exceso de mortandad. Los abuelitos de las residencias, obligados a llevar la de la gripe fueron los primeros en caer. Los de las casas, apenas. Qué extraño ¿no? El antiguo interés por reducir la población queda patente ya con la gripe aviar, pero no tuvimos miedo y se quedaron pudriendo en los almacenes. Las vacunas son exactamente iguales y no contienen nada biológico en ellas; por eso daba igual si te habías puesto Pfizer y luego Astra Zeneca (bastante absurdo, ¿no?). La directriz fue mundial: ¡Todos por igual! (cómo dicen los capataces al levantar un trono). Sin cuestionamientos. Sin embargo, hubo zonas sin incidencia COVID alguna. ¿Qué había o no había en dichas zonas para que no enfermarse la gente allí? El efecto frontera del que habla el biólogo Bartomeu Palleras.
    ¿Autopsias? Por supuesto que no. Se habría visto que se moría por los trombos extraños que taponan venas y arterias, además de la neurodegeneración producida en los cerebros. Aquello que llevan, busca las partes eléctricas del cuerpo y las fulmina.
    Y mientras tanto desarrollan a marchas forzadas la IA con el objeto de tomar los puestos de los humanos innecesarios desechados.
    Nunca antes se ha sido más pobre y desdichado que ahora. La con tanto esfuerzo lograda clase media vive sus últimos días, pues cada vez se puede adquirir menos y volveremos a engrosar el escalafón más bajo al permitir a nuestros gobernantes que se pongan las botas a base de nuestro trabajo e impuestos, llenándose los bolsillos mediante esa tácita corrupción que acabará devorando a todos. A ellos también.
    Pero Dios no se queda con nada de nadie. A cada uno lo pone en su sitio. Y a mí me permite que lo vea.

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