Peligrosa combinación: Psicofármacos, calor extremo y salud mental
Pocos lo sospechan, yo mismo no conocía este tema que trato hoy, pero una pastilla puede significar mucho más que una dosis de alivio o una rutina médica. En circunstancias extremas, puede ser la diferencia entre mantener un equilibrio precario y precipitarse al abismo.
Y en verano, cuando el sol cae sin clemencia sobre las ciudades superpobladas y los campos resecos, las condiciones del entorno amplifican riesgos que a menudo permanecen ocultos bajo el rugoso barniz de la “normalidad terapéutica”.
Esto es lo que viene ahora a recordarnos -con la elegancia burocrática de sus comunicados- la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), junto al Comisionado de Salud Mental.
El pasado 11 de julio de 2025, ambas entidades publicaron una serie de recomendaciones sobre el uso de psicofármacos ante episodios de calor extremo. ¿La razón? Algunos medicamentos muy comunes -como los que afectan a la mente y a las emociones- pueden agravar considerablemente la vulnerabilidad del paciente ante el calor.
No se trata de un asunto menor ni de una advertencia anecdótica: estamos hablando de fármacos que alteran nuestra capacidad de termorregulación, que enmudecen las alarmas del cuerpo y que, en última instancia, pueden llevar a un golpe de calor con consecuencias fatales.

Psicofármacos en verano: riesgo invisible
Lo que parece una iniciativa encomiable -y lo es- también deja al descubierto un vacío histórico en la consideración de los efectos del entorno sobre los medicamentos.
Porque los psicofármacos, desde los antidepresivos hasta los antipsicóticos o estabilizadores del ánimo, forman parte del día a día de millones de personas en España. Su consumo no ha dejado de crecer en las últimas décadas, impulsado por una medicalización creciente del malestar emocional, la ansiedad o incluso la tristeza.
Pero ¿quién evalúa seriamente qué ocurre cuando estos fármacos actúan en el cuerpo de un usuario que atraviesa una ola de calor en Madrid, Sevilla o Murcia, donde el termómetro puede alcanzar fácilmente los 40 grados a la sombra?
El organismo humano está diseñado, en gran parte, para regular su temperatura mediante mecanismos naturales como la sudoración, la vasodilatación o la sed. Sin embargo, muchos psicofármacos inciden directamente sobre estos sistemas.
Por ejemplo, los antipsicóticos -como la risperidona o la olanzapina– interfieren con la termorregulación al afectar al hipotálamo, el centro del cerebro que regula la temperatura corporal. Otros, como los antidepresivos tricíclicos o los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), pueden disminuir la sudoración o producir deshidratación.
¿El resultado? Un organismo menos capaz de responder al incremento térmico, más expuesto a sufrir un golpe de calor sin siquiera sentirlo venir.
Como señala con acierto la AEMPS, el problema se agrava porque estos fármacos también pueden «disminuir la percepción del malestar», es decir, el paciente puede no notar la sed, el cansancio, ni siquiera el calor, y llegar al colapso sin señales previas de alerta clara.

Golpes de calor
Los golpes de calor no son simples anécdotas estivales. Son emergencias médicas que pueden comprometer todos los sistemas del cuerpo y que se multiplican. España ya ha vivido años con récords en incidencia de golpes de calor y muertes relacionadas con temperaturas extremas.
El verano de 2022 dejó cifras espeluznantes: más de 4.700 muertes asociadas a la ola de calor, muchas de ellas en personas mayores o con patologías previas. Es innegable que estamos ante un fenómeno creciente que exige respuestas sistémicas, éticas y, sobre todo, preventivas.
Pero hasta ahora, no se hablaba -o no lo suficiente- del papel que pueden desempeñar los medicamentos en este aumento de la vulnerabilidad.
Este nuevo posicionamiento de la AEMPS es importante porque se comienza a visibilizar que la interacción entre medicamento y clima no es un escenario hipotético sino una realidad concreta que puede tener consecuencias graves.
La medicalización del malestar
Una de las dimensiones menos discutidas, aunque más inquietantes, de esta problemática es la relación entre medicalización social y la crisis climática. Nuestro contexto psicosocial genera una creciente demanda de fármacos para gestionar el malestar humano.
Se prescriben ansiolíticos para manejar la incertidumbre, antidepresivos para superar escenarios de precariedad afectiva o laboral, pastillas para dormir cuando la vida no lo permite. El resultado es una población crecientemente medicada, con un número nada despreciable de personas bajo tratamiento psicofarmacológico crónico.
La paradoja se vuelve evidente en verano, cuando los factores de estrés ambiental aumentan, pero también, como recuerda la AEMPS, lo hace el riesgo derivado del propio tratamiento. Un círculo vicioso de vulnerabilidad en el que terminamos atrapados muchas veces sin saberlo, sin que nadie nos lo explique ni nos lo advierta.
¿Quiénes son los más afectados? Personas mayores, niños, enfermos crónicos, personas sin hogar, o quienes presentan trastornos mentales graves que requieren atención psiquiátrica intensiva. Y dentro de este grupo, un alto porcentaje consume uno o más psicofármacos.
Ya no se trata solo de si el medicamento “funciona” en términos convencionales, sino de si su consumo en un contexto de calor extremo puede representar un riesgo potencial para la integridad física del paciente.
Un derecho, no una opción
Resulta imprescindible que los profesionales de la salud estén suficientemente informados sobre estos riesgos, y que esta información se comparta de forma clara con los pacientes.
Celebramos que se haya creado un buscador web de psicofármacos que aumentan la vulnerabilidad ante el calor. Es lo mínimo. Pero también debemos preguntarnos: ¿por qué esta información no estaba ya presente y accesible en las farmacias, en los centros de salud, en los hospitales?
La AEMPS incorpora por fin en su sitio web un apartado específico bajo el misterioso título de “Medicamentos y calor”, donde reúne infografías, recomendaciones generales y documentación técnica. Un buen inicio. Pero es hora de ir más allá.
Faltan campañas públicas de concienciación; falta formación específica para los médicos de Atención Primaria, para los psiquiatras, para los farmacéuticos. ¿Se incluye esta perspectiva en los protocolos de asistencia en residencias de mayores? ¿Se revisa el tratamiento farmacológico durante las alertas por calor extremo?

Más allá de las recomendaciones
Más allá de celebrar esta iniciativa, urge hacer una reflexión honesta sobre cómo gestionamos, como sociedad, los riesgos farmacológicos. Durante décadas, se nos ha enseñado a confiar ciegamente en el progreso biomédico, en las bondades de la farmacología moderna, sin analizar sus sombras o efectos colaterales.
Pero no basta con dar consejos a la población cada vez que sube la temperatura. Hay que revisar las prácticas de prescripción, los criterios diagnósticos, el exceso de medicalización del sufrimiento.
Hay que recordar que no siempre la solución está en una pastilla, y que cuando lo está, debe ser administrada con un conocimiento profundo del contexto (climático, social, emocional) del paciente.
Y eso también interpela a la industria farmacéutica, que debe avanzar en proporcionar información clara sobre la sensibilidad térmica de cada principio activo. Una información que no suele aparecer en los prospectos ni en las charlas promocionales de los laboratorios.
Este episodio nos recuerda algo que muchos han querido olvidar: que la salud mental está profundamente ligada al entorno. Que no podemos seguir tratándola como una condición exclusivamente biológica, desconectada de los determinantes sociales, económicos y también ambientales.
Una persona que sufre ansiedad en una ciudad calurosa, sin sombra, sin acceso a un entorno verde, sin poder desconectar, ¿es una enferma mental o una víctima del modelo socioeconómico y climático en el que vive?
Y si además medicamos ese sufrimiento sin tener en cuenta su entorno físico, o los efectos de los fármacos ante olas de calor, ¿estamos siendo terapéuticos o estamos empujando a una trampa bioquímica?