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Las enfermedades silenciadas en la era de la contaminación

Hoy, 12 de mayo, es un día que para la mayoría pasa desapercibido, pero que para cientos de miles de personas en España y millones en el mundo marca el recordatorio de una realidad invisible: la de quienes sufren fibromialgia, Síndrome de Fatiga Crónica (SFC/EM) o Sensibilidad Química Múltiple (SQM) y otras llamadas “enfermedades ambientales”, aunque yo prefiero llamarlas, con toda la crudeza que merece la verdad, patologías industriales.

Porque no es la naturaleza la que enferma, sino el modelo de vida y producción que hemos construido, y que sigue generando víctimas en silencio.

El olvido institucional y social

Desde hace más de tres décadas, el 12 de mayo es oficialmente el Día Mundial de la Fibromialgia y el Síndrome de Fatiga Crónica, en homenaje a Florence Nightingale, la pionera de la enfermería moderna que, tras una enfermedad crónica, pasó medio siglo postrada en una cama.

Su historia es el símbolo de tantas mujeres (porque la mayoría de quienes sufren estas enfermedades son mujeres) que ven cómo su vida se reduce a cuatro paredes, a la incomprensión, al dolor y a la soledad.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoce la fibromialgia desde 1992. En España, se estima que afecta a un 2,4% de la población adulta, cerca de 900.000 personas, aunque la cifra real podría ser mayor, porque muchas ni siquiera llegan a un diagnóstico.

El Síndrome de Fatiga Crónica, la SQM y la electrohipersensibilidad (EHS) completan el cuadro de enfermedades que, bajo el paraguas de los Síndromes de Sensibilización Central, comparten un denominador común: la marginación.

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La fibromialgia es un síndrome cuyo síntoma principal es el dolor musculoesquelético crónico y generalizado, acompañado de fatiga, alteraciones del sueño, problemas cognitivos, ansiedad, depresión y otros síntomas que incapacitan para la vida diaria.

El SFC se caracteriza por una fatiga extrema, persistente y no aliviada por el descanso, que interfiere en todas las actividades cotidianas.

La SQM es aún menos comprendida. Es una enfermedad por la que se pierde la tolerancia a productos químicos presentes en el ambiente, desde perfumes y productos de limpieza hasta pesticidas y emisiones industriales. Cualquier exposición, por mínima que sea, puede desencadenar síntomas respiratorios, neurológicos, digestivos, musculares, dermatológicos, y afectar al estado de ánimo.

No tiene cura. La única “medicina” es evitar la exposición, lo que en la práctica significa vivir aislado, a menudo confinado en casa, con ventanas selladas, filtros de aire y una vigilancia constante sobre el entorno.

El precio de la modernidad: patologías industriales

En mi trayectoria como periodista de investigación, he visto cómo la salud pública ha sido sacrificada en el altar del progreso mal entendido. Estas enfermedades no son “misteriosas”, ni son fruto de la casualidad o de una predisposición individual. Son la consecuencia lógica de décadas de exposición a tóxicos, a la contaminación atmosférica, a la omnipresencia de productos químicos en la vida diaria, a la radiación electromagnética, al estrés crónico y a un modelo de vida que nos ha desconectado de los ritmos naturales.

No es casualidad que la prevalencia de estas enfermedades aumente en las sociedades industrializadas. No es casualidad que quienes las sufren sean mayoritariamente mujeres, muchas veces después de años de exposición laboral o doméstica a productos químicos. No es casualidad que la medicina oficial siga sin ofrecer respuestas, ni tratamientos específicos, ni reconocimiento social: Admitir la raíz industrial de estas enfermedades supondría cuestionar el modelo económico y político dominante.

He contado en mi blog historias como la de Pilar Remiro, una de tantas mujeres que, por el “delito” de enfermar a causa de los productos químicos, ha visto cómo su vida se convierte en un calvario. No solo por los síntomas físicos, sino por el abandono institucional, la incomprensión médica y la marginación social. Porque, además del dolor, está el estigma: “es psicológico”, “es somatización”, “es hipocondría”, “es que quieres llamar la atención”, suelen decirle.

La realidad es que la mayoría de las personas afectadas viven en el silencio de sus hogares, sin poder salir a la calle, porque el ambiente de las ciudades -lleno de contaminantes, de fragancias artificiales, de emisiones industriales– es un campo minado para su salud. Viven en la sombra, invisibles para una sociedad que prefiere no mirar, que prefiere pensar que “eso no me puede pasar a mí”.

El papel de la medicina y la ciencia

La medicina oficial, salvo honrosas excepciones, sigue anclada en el paradigma biomédico clásico: si no hay una lesión visible, si las pruebas no muestran nada “objetivo”, entonces el problema está en la cabeza. Pero las investigaciones más recientes demuestran que estas enfermedades implican alteraciones en el sistema nervioso, inmunológico y endocrino, y que la exposición a tóxicos ambientales puede desencadenar respuestas anómalas en personas predispuestas.

Sin embargo, no existen tratamientos curativos. La estrategia médica se limita a paliar síntomas: analgésicos, antidepresivos, terapia psicológica, algo de ejercicio si se puede. Pero ¿cómo vas a hacer ejercicio si cada movimiento duele? ¿Cómo vas a salir a la calle si respirar te enferma?

El abordaje multidisciplinar es una buena intención, pero en la práctica, la mayoría de los afectados se ven obligados a buscar soluciones por su cuenta, a informarse en foros, a autoexperimentar con dietas, suplementos, terapias alternativas, a menudo con resultados inciertos y sin apoyo institucional.

Quienes sufren estas enfermedades ven cómo su vida se reduce a la mínima expresión. Muchas pierden el trabajo, la autonomía, las relaciones sociales. El hogar se convierte en refugio y prisión. Las visitas médicas se multiplican, pero rara vez aportan algo más que incomprensión. El entorno familiar, a menudo, tampoco entiende: “tienes que poner de tu parte”, “es que no te esfuerzas”, “si salieras más, te vendría bien”.

La realidad es que hay personas que llevan años, décadas, sin poder salir a la calle, sin poder abrazar a sus nietos, sin poder ir a un parque, a un cine, a una reunión familiar. Vidas en pausa, suspendidas en un tiempo de espera que no termina nunca.

El derecho a la salud

La salud es un derecho fundamental, pero para quienes sufren estas enfermedades, es un derecho negado. No hay recursos específicos, no hay unidades especializadas suficientes, no hay reconocimiento legal de la discapacidad en muchos casos, no hay ayudas económicas adecuadas. Lo que hay es olvido, silencio y abandono.

Hoy, 12 de mayo, quiero romper de algún modo ese silencio. Quiero recordar que detrás de cada diagnóstico hay una persona, una familia, una historia de lucha y de resistencia. Quiero decir, alto y claro, que estas enfermedades NO son invisibles: lo que ocurre es que no queremos verlas, porque nos obligan a mirar de frente las consecuencias de nuestro modelo de vida.

No basta con “concienciar” un día al año. Hace falta un cambio profundo en la forma en que entendemos la salud, la enfermedad y la relación con nuestro entorno. Hace falta:

  • Reconocer oficialmente estas enfermedades como incapacitantes, con todos los derechos que eso implica.
  • Formar al personal sanitario en el diagnóstico y tratamiento de estas patologías desde una perspectiva integral y no reduccionista.
  • Investigar las causas ambientales e industriales de estas enfermedades, sin presiones de la industria química, farmacéutica o tecnológica.
  • Adaptar los espacios públicos y laborales para que sean seguros para las personas afectadas: prohibir fragancias artificiales, reducir el uso de productos tóxicos, controlar la contaminación electromagnética.
  • Garantizar ayudas económicas, sociales y psicológicas a quienes no pueden trabajar ni salir de casa.
  • Fomentar la prevención, reduciendo la exposición a tóxicos ambientales en toda la población.

Una llamada a la empatía y la acción

Hoy, 12 de mayo, os pido que no olvidéis a quienes viven encerrados en sus casas, no por elección, sino por necesidad. Que penséis en quienes no pueden respirar el aire de la ciudad, ni disfrutar de la primavera, ni compartir una comida en familia. Que exijáis políticas públicas que antepongan la salud a los intereses industriales.

Porque todos somos vulnerables. Porque lo que hoy es invisible, mañana puede ser nuestra realidad; una sociedad justa se mide por cómo trata a sus miembros más frágiles. No dejemos que el dolor y la soledad sigan siendo el precio de la modernidad.

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