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El escepticismo pospandémico: Cuando la duda se instala en la sociedad frente al Poder sanitario

La pandemia de Covid-19 ha sido, sin duda, el mayor experimento social y sanitario de nuestra era. No solo ha puesto a prueba los sistemas de salud, las instituciones y la ciencia, sino que ha dejado una huella indeleble en la confianza de la ciudadanía.

Hoy, cuando el polvo de la emergencia empieza a asentarse, lo que emerge es un fenómeno que algunos tratan de demonizar, pero que es en realidad un síntoma de salud democrática: el escepticismo. Una actitud que, lejos de ser nueva, se ha generalizado y profundizado especialmente hacia todo lo que huela a Poder, y en particular al Poder sanitario.

Antes de la pandemia, la sanidad pública española gozaba de una valoración razonablemente positiva. Era, junto a la educación, uno de los pilares del Estado del bienestar. Sin embargo, el impacto de la Covid-19 y, sobre todo, de las medidas adoptadas para hacerle frente, han provocado un deterioro sin precedentes en la percepción ciudadana.

Según el Barómetro Sanitario del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en 2023 la valoración positiva del sistema sanitario había caído un 14,4% respecto a 2019, mientras que la negativa se incrementó en un 15,3%. Un desplome que supera incluso al registrado tras la crisis económico-financiera de 2008.

Este deterioro no es casual. La gestión de la pandemia, marcada por la improvisación, la falta de transparencia y la politización de las decisiones, ha sido percibida por amplios sectores sociales como un ejercicio de Poder más preocupado por salvar la imagen de los gestores que por proteger a la ciudadanía.

El resultado: Una desconfianza que no solo afecta a los gobernantes, sino que se extiende como una mancha de aceite sobre todo el entramado institucional, desde los organismos sanitarios hasta los medios de comunicación.

El Poder sanitario en el punto de mira

No es la primera vez que la salud se convierte en campo de batalla del Poder. Como he documentado en libros como Traficantes de salud o Laboratorio de médicos, la medicina y la industria farmacéutica han sido, históricamente, terreno abonado para los intereses económicos y políticos.

Pero la pandemia ha llevado esta tensión a un nuevo nivel: Nunca antes se había visto a tantos ciudadanos cuestionando abiertamente las recomendaciones de las autoridades sanitarias, dudando de la seguridad y eficacia de los medicamentos, o exigiendo explicaciones sobre los contratos de compra de vacunas, por ejemplo.

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El escepticismo, lejos de ser una anomalía, se ha convertido en la norma. Y no solo entre los llamados «negacionistas» o «antivacunas», etiquetas que el sistema utiliza para descalificar cualquier disidencia. La duda se ha instalado en el ciudadano medio, ese que antes confiaba en la bata blanca y el logo institucional, pero que hoy se pregunta, con razón, a quién sirven realmente las políticas de salud pública.

Causas del escepticismo: Más allá de la conspiranoia

Conviene desmontar el mito de que el escepticismo es fruto de la ignorancia o la manipulación. Las investigaciones muestran que la desconfianza en el Poder sanitario tiene raíces profundas y diversas.

Una de ellas es la experiencia directa: Muchas personas vieron cómo sus familiares pasaban la Covid-19 sin mayores complicaciones, lo que contrastaba con el discurso catastrofista de los medios y las autoridades. Otros, simplemente, dejaron de creer en instituciones que cambiaban de criterio cada semana, que ocultaban datos o que imponían medidas contradictorias.

A esto se suma la percepción de que los intereses económicos y políticos pesan más que la evidencia científica. La gestión opaca de los contratos de vacunas, la censura de voces críticas y la connivencia entre gobiernos y grandes laboratorios han alimentado la sospecha de que la salud pública es, en realidad, un negocio.

Y cuando la ciudadanía percibe que el Poder utiliza la salud como excusa para restringir derechos o enriquecer a unos pocos, la reacción natural es la desconfianza.

Durante la pandemia, buena parte de los medios de comunicación y las plataformas online jugaron un papel clave en la construcción del relato oficial. Lejos de ejercer su función crítica (sobre todo la de los primeros), la mayoría se limitaron a amplificar los mensajes de las autoridades, silenciando o ridiculizando cualquier voz discordante.

El resultado ha sido un empobrecimiento del debate público y una polarización social que ha dificultado aún más la recuperación de la confianza.

La censura, tanto en los medios tradicionales como en las redes sociales, ha sido especialmente intensa en todo lo relacionado con la pandemia y las vacunas. Este control férreo de la información, lejos de tranquilizar a la población, ha generado un efecto boomerang: Cuanto más se intenta acallar la crítica, más crece la sospecha de que hay algo que ocultar.

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Consecuencias del escepticismo

El auge del escepticismo plantea retos evidentes para la gestión de la salud pública. La desconfianza dificulta la adopción de medidas colectivas y alimenta la polarización. Pero, al mismo tiempo, es una oportunidad para repensar el modelo de relación entre el Poder y la ciudadanía.

Dudar de todo, como suelo decir, es un acto de salud democrática. La crítica, la exigencia de transparencia y la participación activa en los debates sobre salud no son amenazas, sino garantías de que el sistema responde a los intereses de la mayoría y no a los de unos pocos. El escepticismo, bien entendido, es el mejor antídoto contra el autoritarismo sanitario y el dogmatismo científico.

La recuperación de la confianza no pasa por campañas de propaganda ni por la criminalización de la disidencia. Pasa, en primer lugar, por la transparencia: publicar los datos completos, reconocer los errores, explicar las decisiones y rendir cuentas ante la ciudadanía. Pasa, también, por la pluralidad informativa: permitir que todas las voces, incluidas las críticas, tengan espacio en el debate público.

Y, sobre todo, pasa por devolver el protagonismo a la sociedad civil. La salud no puede ser un asunto exclusivo de expertos, políticos o empresarios. Es un bien común que exige la participación activa de todos, desde los pacientes hasta los profesionales sanitarios, pasando por los periodistas independientes que, como quien firma estas líneas, seguimos empeñados en contar lo que otros prefieren callar.

La lección de la pandemia

La gran lección de la pandemia no es que la ciencia tenga todas las respuestas, ni que el Estado pueda protegernos de todos los males. La verdadera lección es que el Poder, sea sanitario, político o mediático, necesita límites y contrapesos. Y que la ciudadanía tiene el derecho -y el deber- de ejercer una vigilancia crítica permanente.

El escepticismo, lejos de ser una enfermedad social, es el síntoma de una sociedad viva, que no se resigna a ser tratada como menor de edad. Una sociedad que exige respeto, información veraz y participación real en las decisiones que afectan a su salud y su vida.

Quizá la mayor herencia de la pandemia sea esta: La conciencia de que la salud no es solo un asunto de médicos, políticos o laboratorios, sino de todos. Que la confianza no se decreta, sino que se construye día a día, con transparencia, honestidad y respeto a la inteligencia colectiva.

Como periodista de investigación, llevo más de dos décadas documentando los abusos y corrupciones del Poder sanitario. Pero también he visto cómo la sociedad, cuando se organiza y exige cuentas, puede cambiar las cosas. El escepticismo de hoy puede ser la semilla de una nueva cultura de la salud: Más crítica, más participativa y, sobre todo, más humana.

Porque al final, la salud no es un negocio, ni un campo de batalla ideológico, ni un pretexto para el control social. Es un derecho, y como tal, merece ser defendido por todos. Dudar, preguntar y exigir explicaciones no es solo legítimo: es imprescindible.

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